Desterrada
Y ya basta
para la pequeña equilibrista
del limonero
para la niña de algodones
que escalaba muros
para echar al vacío las ausencias
que tapaba con eternidades
los agujeros de la muerte.
No más promesas
no más cielo
para la audaz jugadora de rayuela.
Está desterrada
desposeída
aniquilada.
No está
ya no está.
Sobredosis de sombra
Está buscando su otro lado su soledad de ella su soledad sin ella tal vez cruzar el puente el centro la otra orilla tal vez deba volver tal vez no pueda hallarse ausente en la memoria y en la mentira del espejo una noche vacía en la corteza de la ausencia una campana que toca a muerto porque no encontró partos de luz para cantar porque la vida se escondió detrás de un muro y se quedó en silencio para no interrumpir los conjuros de la muerte.
***
Se le cayó la noche desde el filo de una estrella y la dejó en la sombra aullando como un lobo por las fiebres abismales mordiendo sus entrañas por las gotas de llanto corriendo entre sus huesos desnuda enajenada esquiva del deseo alienada en las furias de la vaciedad y del derrumbe en el hueco en la marea oceánica de su propio naufragio.
***
No encontró las plegarias para salvar su corazón ni la profecía primordial ni el talismán que la arrancaría de la traición y del olvido de las tinieblas de esa sobredosis de miedo y de silencio de esa amenaza de exterminio que se pegó a sus huesos en el último intento por recobrar la urgencia de perseguir la luz.
El rito de la luna
He ensayado mi muerte
como el reloj el tiempo.
Rosas marchitas, mustias
en los senderos helados
de la memoria.
Esa noche de invierno
en el jardín había cenizas.
Como en la tierra baldía
después de la guerra
se deshojaron los sueños
y me perdí en el viento.
(El poema de Eliot se acomodó en mi cama
para escapar de la crueldad de abril).
Las sábanas se humedecieron con la lluvia
y no encendieron el amor.
Pero la luna se escondió en mi piel.
Pasaron años y tormentas
y hubo silencios
palabras que se ahogaban
en la garganta
en el volcán de la cabeza.
Cuando el camino se apagó
volvió la luna
salió despacio de mi boca
me recorrió el cabello
los brazos
la cintura.
Me señaló la puerta
la salida.
Afuera estaba el sol.
Renazco en mi memoria
En estos días en que me paro a mirar hacia atrás
reconozco mis huellas en la arena
las distintas estaciones del viaje
en las que fui dejando las marcas de mi piel
y las intermitencias del amor.
Me veo intacta en las calles de la infancia
en los alrededores de los patios
en la hamaca que enredaba mis trenzas
en el vuelo.
Me alzo entre los juegos
sortilegios de papel entre las letras de los cuentos
que poblaban de universos mi cabeza.
Aquella niña absorta en su intemperie
no responde a los misterios de la muerte
sin otros arrebatos que la espera en las sombras.
Hace un pacto de silencio en su orfandad
y se entrega a la ausencia
como a una promesa de palabra interrumpida.
En cada tramo del camino tejo la historia de mis sueños
y me alzo en cuerpo y voz sobre cada derrumbe
sobre cada certeza mutilada.
Me seduce la zozobra de la muerte en una primavera
cegada de presagios.
La doblego con la lealtad de mis volcanes
que no ceden el fuego ante el naufragio.
Me hunden las tinieblas del desamor y la sequía
en una sentencia del olvido.
Renazco en mis urgencias
sometida al deseo que me alumbra
y me entrego a la promesa del sol
al puente que me cruza al otro lado
a la historia de una nueva mirada
que me empuja a armarme en los fragmentos
de mi memoria rota.
Elena Boledi reside en Buenos Aires. Publicó Memoria rota (Ed. Juglaría, 2008), en Antologías y revistas literarias de España. Es Secretaria de Redacción de la revista Juglaría.