El vuelo de la abeja, de Jorge Isaías
¿Cómo vuelan las abejas? En principio, suavemente, al alcance de la vista y del oído, con su dulce zumbido para anunciarse, y de flor en flor. El título del libro (como también su tapa) figura un campo de flores. En la contratapa, la pequeñísima abeja vuela, alejándose.
El libro, un nuevo libro de poesía del múltiple Isaías, se abre con dos poemas fuertes, en cierto modo desmintiendo el aire bucólico que hacía esperar: “La madre” y “El padre”. De esa conjunción primaria y fundante, nace la letra que irá diseñando el vuelo, agudo (en eso, recuerda a la abeja), no exento de dulzuras (en eso también) y al mismo tiempo amargo, de los poemas que transitan la vida, la palabra, la interrogación, el espacio.
Trato de acompañar ese vuelo y empiezo por el principio. Que, en este libro, lo es literalmente: en el principio está la madre. Es un poema interrogativo en su forma y en su aliento. ¿Sobre qué interroga el poema? Sobre un porqué, que intuyo no es la pregunta por la causa, ni siquiera un pedido de explicación. Es una pregunta que el poeta se hace a sí mismo, tratando de explicar, en todo caso, lo inexplicable: el sentimiento filial, el recuerdo, la falta.”¿Por qué será”, se pregunta...y la respuesta es imposible. La imagen de la madre, siempre joven en los sueños, la evocación de la presencia, siempre; la sensación de que nunca se ausenta, ni aun “en la noche más fría de los tiempos reales”.
¿Qué son los tiempos reales? podría preguntarme ahora yo, leyendo esas preguntas. Y el poema siguiente, el del padre, podría empezar a responderme. Porque este poema también es, en parte, interrogativo, pero ya no pregunta sobre un porqué, sino sobre un cómo, y no emplea la fórmula de la conjetura o la duda (será) sino la de la aserción: fue. “¿Cómo fue?” se pregunta el poeta, y la imagen del padre surge dura, firme, segura: “no lloraste nunca”. Pero sí, dice luego, una vez lloró. Y fue ante una muerte, no íntima, no personal, sino compartida, simbólica: “cuando murió /Perón/ te quebraste...
Y el poeta, ya desgarrado por los “tiempos reales”, acabará el poema con el primer desgajamiento: “Yo estaba en otra parte”.
¿Dónde estaba el poeta, me pregunto, cuando lloraba, al mismo tiempo que el padre, por una pérdida que los reunía?
Emprendo con el poeta el vuelo de la abeja: en el poema que lleva el número uno, se encuentra una ciudad en el desierto. Los siguientes poemas irán diseñando un espacio que, contrariamente al de otros libros de este poeta, en que es motivo de júbilo, aquí se torna inclemente. Y veo el río revuelto, en la tarde fría, el sucio sol que repta en la gramilla seca, la lluvia, las casuarinas oscuras, el río que no volverá, como tampoco la gaviota. En el verano, a pesar del cielo más a mano, se lee el dolor de la distancia.
El poema XI me recibe nuevamente con interrogantes. Ahora la pregunta es por el significado: de las nubes quietas, del aire severo, del domingo...El poeta, en el centro de un Universo perfecto, sólo puede mirar las hojitas nuevas del fresno. La imagen de las banderitas verdes, casi inocente, recuerda una infancia, tal vez, pero no aventura la respuesta. El poeta, una vez más, perplejo como un niño ante la vida naciente, no responde sino, como en el poema siguiente, con el silencio.
Silencios se multiplican en el vuelo de la abeja, rasgados por rugidos de aviones, y el verano se desliza, interrogante y quieto, sin respuestas, salvo el picaflor, que comienza a urdir la trama que se devela de a poco: su movimiento desmiente la quietud, y es, dice, “como una esperanza /ardiente /viril/ hundiendo el aire quieto /de aceite tan celeste”.
La quietud del verano, el silencio, la distancia, la interrogación, todo comienza a confluir en un eje que me lleva por otro cielo: en el poema XV se vislumbra, tal vez, una respuesta: “En tus ojos” dice el poeta, y la belleza conjura los silencios con la voz del grillito que canta para él.
“Sin embargo” dice el poema XVIII, y un sacudón suave me lleva por otros vientos a recuerdos de búsquedas y temores (sean moras o lluvias las causantes) y la plenitud de aquella época “cuando mis padres”, dice, “vivían”, tan palpable como el “ocaso / que la incertidumbre ganó”.
¿La incertidumbre será entonces la clave de los tiempos reales? Pero en la inquietud, nuevamente los ojos iluminan, el poeta, que sobrevive a los naufragios, encuentra allí la fuerza del tiempo para sentir el canto de la tacuarita. Y luego, otra vez, otro poema, se desploma sobre la duda, la incertidumbre, la inconsistencia del propio ser, la posible falsificación de la verdad, y se pregunta: “¿Y si todo / fuera un engaño / de los sentidos / y yo no fuera /este hombre /inútil / que borronea/ estos papeles /que nadie leerá?” (poema XXIX)
La respuesta, ahora, está en la poesía: “Solo la realidad / de este papel /que escribo, borro / tacho / y queda sólo /una impaciencia / y un dolor / para nadie.” (poema XXX)
Luego presiento a la abeja perdida en la tempestad, y las preguntas que duelen indagan sobre la angustia de los tiempos reales:” ¿Habrá algo / en este día / que me cubra / de la miseria de los hombres?”. Un atisbo de luz se introduce por la hendija de la palabra “mesa” (poema XLIII). Allí, tendida, se despliega la poesía: ese saber que una palabra encierra un mundo latente y generoso, que puede rescatarnos del desierto. Y vuelve a apagarse en el poema XLIV que afirma en su negación: “Con esta lluvia / no hay pájaros / ni abejas ni siquiera / aquella mariposa / que imitaban las naranjas.”
Sin embargo, una vez más, Isaías no nos abandona en el desconsuelo.
Al cabo del vuelo, llego a los dos poemas finales, simétricos del comienzo. El penúltimo deja salir un pájaro, antes de que los ojos, siempre los ojos, se adueñen (como la luz, pienso, se adueña de las sombras) de todo.
Y el último poema cierra el libro donde lo abrió, enriqueciéndolo con la espiral de la vida: en otra madre, ahora la mujer amada, que desde el lugar del fruto y el alimento, mitiga todo dolor. Esa mujer que se toca como “tocar / la altura / que por comodidad llamamos cielo”.
En ese cielo, por fin, la abeja puede perderse y reencontrarse. Y con ella, nosotros, sus lectores, respirar.
Graciela Cariello