Revista Internacional de Poesía "Poesía de Rosario" Nº 18
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Juan Coronel Maldonado


ALGO SE PIERDE CADA DÍA.
 
 
Hervidero de los espejos  en la sangre.
Algo anuncia el rayo de la locura.
Ruidos de cadenas.
Plumas en los umbrales.
Olor de pájaro embestido por la injuria del invierno.
Gris de adentro como una bala de oro,
lamida por la sal de la codicia,
que parte al hueso en mitades,
en una sola mirada,
con un sabor de otras luces.
Todavía tengo cifras intactas que mueven sombras,
a veces se disfrazan,
huelen a trapos de madre, y naftalinas,
se mecen en la brisa de un domingo asfixiado,
pero el portero no suena,
el teléfono está ronco,
la taza de café se disipa entre los rincones,
los libros se esfuman,
se multiplican las tormentas aburridas,
los perros no juegan al hueso descarnado,
los ratones no seducen gatos voluptuosos,      
el grifo se adelanta a la gota melancólica,
y la gota se balancea en el andamio del espacio.
Parezco estar vivo.
Y es tan cierto que en el aire no pasa la luz,
pero se engendran los viejos almanaques del futuro,
las vendas, los desiertos.
Cae infartada la hoja sobre la silla,
Y no es exacta la sangría de la pupila.
La mirada lejana no es divina.
Todo se apresura,
a que termine el día.
Algo se pierde fatalmente.


  EL INSOMNIO DE LAS HORAS                                                                                           
 
 
 
I
 
 
A tientas voy con mi sudor.
 
La envidia del mundo también me pertenece.
En esta cuadricula me quité las uñas.
Vuelan los ojos por la cerradura de la noche.
Corrige el mediodía.
Sin luz.
Sin sombras.
 
A tientas voy con mi jaula.
 
Mi piedra
               me arroja a los fardos de la esperanza.
                                                            Se incendian.
 
Los incendian los cielos demorados en otras historias.
como cuando el campo labraba con linos los hierros de la antesala
del insomnio de las horas.
 
 
  
 
II
 
 
Algo me une
a una piel ajada
a una puerta extraña
                               que me llama del otro lado de los ojos.
 
Es él que gobierna a los latidos.
                                 Excarcelar los silencios tiene su pago.
 
Contar el desencuentro,
                                       aferrarme con amor.
 
Pero absorto ante la tormenta de los años
el último intento de mi juventud
                                                    como un rumor.
Solloza la sangre,
la desnudez de la locura,
el vidrio de terciopelo quebrajado
                                                     por lo que no se salva.
 
Cada débil cuerpo como un féretro
se fuga por los umbrales.
La respiración.
Los insomnios.
 
No duele la desnudez.
No duele lo que une.
 
Algo persiste en la deriva.
 
 
  
 
 
III
 
 
No quiero desandar los días,
desafiar la tierra en el cónclave de la sangre,
que excomulgue mis jardines.
 
Desbarrancarme otra vez.
Caliente corazón.
Sin fuego en los huesos.
Horizontes abandonados.
                                       En tanto.
Espejismos venenosos apuran la tristeza.
 
Frente a la prisa
el corazón desanda al viento,
                                             y las lluvias descansan sus alegorías
                                             en mi hombro solitario.
 
 
 
 
 
IV
 
El cansancio juvenil de los años
desayuna su yerra con gotas de azufre,
con la migaja de la sangre y la medula.
 
¿Quién iba a iniciar en esos gestos,
en la herida, que duele a pesar
de la eterna juventud de mis silencios
la palabra prohibida,
de ángel animal?
                               Que no tuvo hijos.
 
 
 
  
V
 
 
Filosa sentencia de la memoria.
Infiernos en la garganta.
Certidumbre de cuchillos
                                        que desangran a la niebla.
                                         ¿O yo?
 
 
 
  
VI
 
 
 
En mi rostro el definitivo invierno.
Invicto.
En las huellas de mis arrugas.
                                                Sombras.
                                                Rastros
                                                           de la iluminación.
 
Cuando mis ojos brillaban
y la noche me daba sus estrellas,
contemplaba sin renunciar a la sabiduría.
Y estaba aún en el claustro de un océano de tierra,
donde los brazos sin abrazos
quemaron mis papeles.
 
 
  
 
VII
 
 
Una casa lejana y en llamas.
Los rostros me sospecharon adentro del rocío.
 
Y en el vuelo de los insectos vinieron las lilas,
dejaron cuerpos indemnes en las huellas,
orígenes de las miradas.
No desenhebré horas, tampoco
                                             desencuentros,
                                                                      abandonos.
 
                                    En ningún lugar
me atraparon los helados cristales al revés de cada invierno.
La intemperie no desangraba signos en las voces.
Y no tuve soledad en la garganta.
 
Pero hubo una contemplación tácita,
vengadora,
paisajes enredados
en la raíz de aquellos sueños que me llaman.
 
Ahora todo encandila.
Persiste lo humano.
Lo prohibido en los costados,
en las manías
                      de gritar sin remos,
                                                 de pedir un refugio para esconderme del                               final.
 
 
 
Obras publicadas:
Las sombras iluminadas. 1º premio nacional de poesía Editorial Ser. 2004. Buenos Aires
 
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